lunes, 29 de julio de 2019

Cuento: El pianista - parte 2 -.


Parte 2 del cuento "El pianista". Para leer la parte 1, ingresá en el siguiente link: https://destino-literario.blogspot.com/2019/07/cuento-el-pianista-parte-1.html

Previamente:

-Yo… ya no puedo tocar más. He… perdido la pasión por la música.



El pianista.


-Parte 2-



- No debe ser eso, debe haber otra razón ¿¡verdad, Max!? –Dijo Sam con desesperación- Solamente está cansado, Frederick.

- ¿Dos años de cansancio? No lo creo –respondió Kow.

- ¿Estás seguro de que eso es lo que has perdido? –pregunté a Kow.

- Sí, sin duda. El piano se ha vuelto caos para mí.

- ¿Y qué ocurre cuando escuchas música?

- No lo sé.

- Espere, ¿cómo que no lo sabe? –preguntó Sam.

- No escucho música desde…

- ¿Desde lo de Nadine? –interrumpí.

Los ojos de Kow se abrieron y sus cejas se levantaron; emanaban una tristeza absorbente, constante y poco saludable. Desvió la mirada,que se perdió en el vació, buscando desaparecer, desviarse de nuestra realidad, intentando abrazar la no existencia. Pero fue inevitable, Kow no podía escapar.

- Por favor, no la menciones –dijo Kow-. Ella no tiene nada que ver con esto.

- ¡No puedes permitir que termine así! –grité sin escrúpulos.

- Ya ha terminado, Max.

Estaba furioso, sin duda. No quería aceptar que Frederick Kow estuviera roto, ni que la música que antes fluyera por su sangre se hubiese evaporado, ni que ahora se transformara en el cascarón sin vida del hombre que una vez fue. No lo podía permitir.

- ¿Acaso te olvidaste quién eres?

- A ver, ¿quién soy?

- Eres Frederick Kow.

- No soy nadie, Max.

- ¿Has olvidado todo lo que has luchado por la música? ¿Así va a terminar? ¿¡Así va a terminar la historia de Frederick Kow!? –dije con la voz lacrimosa.

- No importan esas banalidades… Ya no me queda nada por tocar, ni nadie.

No debía ser casualidad que su mayordomo lo desafiara y nos entregara la carta, no debían ser casualidad esas lagrimas en el papel, y -estoy seguro- aunque Kow estaba sufriendo por mostrarnos su problema con la música, actuó a conciencia. Podría haberlo ocultado –perfectamente– pero estaba pidiéndonos ayuda.

Costó, pero logré ver más allá. Al final solo me encontré con un ente triste, solitario e inerte, sentado aun en ese pequeño banco que lo había visto triunfar durante toda su carrera. Muchos veían en él un dios en la tierra, una figura a seguir, fuerte, indomable… pero yo solo veía a un pobre hombre roto, que sufrió lo que no le desearía ni a mi peor enemigo. Veía en él, a un pobre perrito callejero.

Superficialmente podía mostrar una gran solidez y fuerza, que no necesitaba sanar y que aceptaba indefectiblemente su dolor, pero por dentro, sin duda estaba quebrado, solo, tan solo que únicamente podrías pensar en ayudar a ese perrito. Te acercarías y le darías tu cariño con todas tus fuerzas, buscarías curarlo aunque sea un proceso largo y arduo. Pero luego de un tiempo, él, pobre, acabaría partiendo en su soledad. Quizás por su orgullo, quizás por su pérdida, quizás porque disfrutaba negarse a ello, porque es más doloroso correr la vista del pasado y mirar hacia adelante. Entonces, ¿qué éramos Sam y yo en estos momentos? ¿Éramos sus salvadores?

- Danos una semana, Kow.

- ¿Una semana?

- Déjanos ayudarte, prometo que lo resolveremos.

- Estoy bien, de verdad. No es un problema para mí.

Sam se acercó a Kow y lo tomó de los hombros. Se colocó cercano a su rostro, y le gritó con todas sus fuerzas:

- ¡Usted no es así, Frederick!

Kow se sorprendió, quizás porque no esperaba una reacción tan explícita y enérgica de Sam, no después de mostrarnos su interior.Suspiró, levantó su mano izquierda, llevando consigo el dedo índice, medio y anular hacia arriba.

- Tres días, nada más. ¿Entendieron?

- ¡Sí! –dijo Sam.

- Sí -contesté.

La noche acabó allí para él. El mayordomo nos acompañó a la cámara de huéspedes, la cual se caracterizaba por ser particularmente grande y fría. Kow la utilizaba para guardar sus trofeos y premios, también guardaba discos y vinilos clásicos de toda clase de autores. Los Grammy que conquistó tenían casi la misma belleza que el primer día, pero no estaban bien cuidados, sino que, puestos en una caja común y corriente, parecían olvidados y llenos de polvo. Principalmente eran premios del “Grammy Award for Best Classical Contemporary Composition”, Kow se había consagrado en casi todas las variantes dentro del género de música clásica. Era interesante, porque para él ser ganador era algo sencillamente irrelevante; asistía a la entrega de premios por su fiel respeto hacia la música.



Al día siguiente, nos levantamos a desayunar. El aroma a café negro recién hecho por la mañana era energizarte, también nos ofreció unos pequeños bombones de chocolate y frutilla, muy sabrosos. Kow se sentó frente a mí vestido en bata y con los brazos cruzados. Me miró fijamente esperando a que Sam o yo le dijéramos algo ingenioso; un plan maquiavélico para “reparar” su falta de pasión. Entonces decidí interceptarlo con la idea que ayer nos habíamos formado.

- Bien, iré directo al grano –dije mientras me frotaba la comisura con un pañuelo–. ¿Por qué tocabas el piano?

Kow me miró extrañado, como si le hubiera preguntado algo tan básico como simple de responder.
- Es obvio, yo tocaba para...

- Piense la respuesta, con cuidado- interrumpió Sam.

Mientras Kow debatía internamente, se tomó su taza de café a tal velocidad que hasta se quemó la lengua. Sam y yo nos reímos, tímida y silenciosamente, no obstante, atentos y expectantes por su respuesta.

- Nunca lo había pensado –determinó Kow.

- Claro que sí, y sin duda es un buen momento para que lo recuerdes.

- No quiero –dijo Kow mientras su respiración se agitaba.

- Debes hacerlo. ¡Debes recordar por qué eres pianista!

- No quiero pensar en la música –dijo Kow mientras se tomaba la cabeza-, no quiero pensar en el piano, menos aún en las partituras.

- ¡Pero debe hacerlo, Frederick! –gritó Sam.

- Quiero que desaparezcan, ¡QUIERO QUE DESAPAREZCAN!

Kow golpeó la mesa y se refregó el rostro. Los bombones cayeron al suelo, pero ninguno de los tres reaccionó. Nos mantuvimos en silencio, reflexionando sobre lo acontecido. ¿Qué era lo que detenía a Kow? ¿Por qué esa necesidad de que desaparezca la música?

Podía intentar olvidarla, podía vivir en la fantasía de su inexistencia, de que desaparecería de su vida, pero estaba equivocado: volvería hacia él, de una forma u otra; sea por mí, por Sam, o por el mismo.
- Tienes que responderla, Kow. Aunque te duela.

- ¿Por qué me hacen esto? ¿Acaso les gusta verme sufrir?

- Te estás destruyendo.

- La música me está destruyendo.

- No, eres tú.

- Vamos, chicos. Saben que no es así. Fue una bonita relación, lo sé, pero ha terminado, y así debía ser. No la necesito.

- ¿Por qué le tienes tanto miedo? Dímelo.

- Definitivamente fue mala idea permitirles quedarse en casa.

Kow bajó lentamente su mirada, lamentándose –desacertadamente– por la decisión que tomó ayer. Se mantenía levemente encorvado, tenso y frágil. También melancólico; perdido aún por la partida de su amada; sin duda, para él, no había otro camino que el de la escapatoria. El inevitable sufrimiento que le acontecía generó una frialdad ubicua en la mansión, también, un intenso temor por enfrentarse a la realidad. No pude soportarlo más. Entonces me decidí, debía hacerlo, justo como habíamos planeado. Me levanté y le hice una seña a Sam, le pedí a Kow que nos siguiera. Nos dirigimos a su mausoleo de la música. Dentro nos esperaba su mayordomo con el vinilo que le había solicitado.

- ¿Sabes qué es esto? –le pregunté a Kow mientras tomaba el vinilo.

- El Concierto para Piano n.º 21 de Mozart… -respondió.

- Así es, tu favorita. Ahora la escucharás.

- Me niego rotundamente –dijo mientras apretaba sus puños-. Me iré de aquí.

Kow volteó, se acercó a la puerta e intento abrirla: estaba cerrada. El mayordomo había cumplido su parte del trato. Y todo estaba listo para que el volviera a la música, y nadie –ni siquiera él mismo– podría detenerlo.

-  Alexander, ¡ábreme la puerta! –gritó Kow furioso.

Nos miró con temor. Su rostro se había arrugado, sus frías manos golpeaban la puerta sin cesar gritando el nombre de su mayordomo, las gotas de sudor comenzaban a plasmarse. No había salida para él. Sanaríamos su agobio por la música, y evitaríamos su caos con el piano de una forma u otra, sufriría, sin duda, pero lo volvería un hombre mucho más fuerte. ¿Qué era para Frederick Kow la música? ¿Qué era para Frederick Kow el amor? ¿Qué era para Frederick Kow… el piano? Considero, un amor de puro fuego, que ahora se mantenía tenue y solitario, y que debía ser reavivado. Ya era hora de que dejara de ser un pobre perrito callejero.

- ¡Alexander! ¡Ven ahora mismo! –continuó.

- Reaccione, ¡Frederick Kow! –gritó Sam.

- Chicos, por favor, -dijo mientras juntaba las manos- esto es mala idea. No me hagan escuchar, dejen que me vaya, ¡por favor!

No contestamos, sino que reafirmé lo que ocurriría a continuación:

- De esto te has perdido los últimos dos años.

Preparé el gramófono, coloqué el vinilo con delicadeza y acerqué levemente la aguja.

- Tres… dos… uno.

Cuando escuchó el primer motivo, Kow cayó despavorido al suelo. Su mirada se dirigía a cada esquina de la habitación, donde la música y los instrumentos clásicos se plasmaban por doquier. Se tapó los oídos, en un intento absurdo de evitar lo inevitable.

Muy lentamente, y mientras Mozart nos deleitaba, su respiración agitada fue decayendo. Sus ojos se fueron entrecerrando mientras la música fluía luego de tanto tiempo por su sangre. Y al cabo de unos minutos, Frederick Kow estaba moviendo sus manos como si fuera él quien estuviese tocando. Una pequeña sonrisa se fue perfilando poco a poco en su rostro. Ni la tristeza permanente de Kow, ni el fuerte diluvio que acontecía Rosberry lo expulsaban de esta situación; todo se había vuelto colorido, y había tomado vida una vez más. Entró en la música, se había perdido en ese maravilloso mundo y lo estaba disfrutando, como si fuera la primera vez.

Pero al llegar casi al final, Kow se detuvo. Abrió los ojos y levantó su mano izquierda. Y esa sensación de frialdad volvió a nacer en mí… toda la belleza que la música plasmaba se cortó de forma estrepitosa, justo después de presenciar el rostro de Frederick Kow. Volvió a estar desconcertado, inerte, roto... Encorvó levemente sus dedos, y miró su palma. Toda esa armonía, se quebró.

- ¡AHHHHHHHHHHHHHH!

Entró en desesperación, tomó con ímpetu su muñeca izquierda y se colocó en posición fetal. Sus gritos eran despavoridos y desgarradores, su expresión se tornó blanquecina, y Frederick Kow se asimilaba más a un muerto en vida, estaba asustado, y más roto que nunca.

- ¡Detenla, Sam! –grité.

- ¡Sí!

Sam detuvo el gramófono, y Kow se calmó, pero aún se mantenía deteriorado por la situación.

- ¿Está bien, Frederick? –preguntó Sam.

- No –respondió temblando–, no lo estoy.

- ¿Qué ha ocurrido?

- Tomaba mi mano.

- ¿Quién?

Como si acabara de descubrir una composición imposible, respondió:

- Nadine.



-FIN DE LA PARTE 2-

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